El auge de las huertas de aguacate, ese codiciado fruto verde del que la entidad aporta un cuarto de la producción mundial, y el ingreso de personajes y dinámicas propias del crimen organizado, están destruyendo aceleradamente los bosques y desarticulando las comunidades indígenas. La amenaza ya está presente en Jalisco
Meseta Purépecha, Michoacán. Agustín del Castillo, enviado
Todos lo conocen como Luis Arias; en las comunidades purépechas se le teme o se le admira. Su persuasión es doble: amenazas o dinero constante y sonante. Su leyenda dice que ha arrasado laderas completas de bosque para instalar huertas de aguacate, pagando de 30 mil a 60 mil pesos por hectárea, y ha reducido a cientos de indígenas a la condición de peones. Es un nombre emblemático dentro de la «fiebre del oro verde» que vive su auge en Michoacán, y comienza a invadir el sur de Jalisco.
Al calor de este movimiento febril, lleno de historias parecidas a las de este colonizador-depredador, están desapareciendo algunos de los macizos forestales más importantes del oeste mexicano.
La alarma se ha encendido entre los ambientalistas: el cambio de uso de suelo forestal para crear huertas tiene un ritmo de 2.5 por ciento anual en la llamada «franja aguacatera», con 775 mil hectáreas, casi el triple de la tasa de deforestación del país (según la Comisión Nacional Forestal), y contra menos de uno por ciento que se registra en la generalidad del estado. Son 25 municipios michoacanos con 12.5 por ciento del territorio estatal, donde se concentra este cultivo que le ha dado fama mundial.
La derrama económica del cluster del aguacate supera ocho mil millones de pesos, pero se distribuye de forma desigual. 70 por ciento de las huertas son propiedad privada, y las comunidades indígenas y ejidos apenas reciben migajas de la prosperidad, con la salvedad de algunos núcleos aborígenes que, o bien, han decidido bloquear el acceso de los aguacateros a su territorio, y enfrentan en condiciones precarias la intimidación de las armas, el saqueo de su madera y los incendios «espontáneos», o tienen sus propias huertas y mantienen celosamente su integridad territorial.
«Luis Arias llega a los pueblos y contrata 100, 200 peones y se los lleva a pelar el monte, vendiendo la mayor parte en aserraderos, y enterrando en barrancas otra parte de la madera», señala un testigo. El paisaje entre Pátzcuaro y Uruapan es revelador de ese modus operandi: manchones de antiguos bosques de pino en laderas pronunciadas, y contiguos, amplios plantíos de matitas del codiciado especimen. El depredador llega, tala, siembra el huerto y revende, a precio de oro. Luego va en busca de nuevos bosques.
«Una hectárea de maíz nos da dos mil pesos, cómo se puede competir contra lo que da una hectárea de aguacate, de 100 mil a 150 mil», advierte el presidente de bienes comunales de San Francisco Pichátaro, Heriberto Rodríguez Silva.
Para el director de la Comisión Forestal de Michoacán, Alejandro Méndez López, la intromisión del crimen organizado en esta industria es mucho más que un rumor. «En algunos lugares han recibido a balazos a nuestros inspectores que habían recibido una denuncia por cambio de uso de suelo; en 2007, consideramos que 70 por ciento de los incendios tuvieron que ver con el mismo asunto, y en dos o tres ocasiones en la temporada nos corrieron a las brigadas grupos armados, para que no se apagara el fuego…».
En Michoacán nace un cuarto de la producción mundial del codiciado fruto de aguacate, árbol de la familia de las Lauraceas, cultivado por primera vez en Mesoamérica hace cuatro mil años. Su nombre en náhuatl remite a «agua», pero también a «testículos». Y en una historia de deforestación, de ilegalidad y de violencia, ambas imágenes forman una metáfora convincente, y entonces, Luis Arias quizá sea el aguacatero perfecto.
La muerte del bosque
Cada día, el equivalente a un macizo forestal de 53 hectáreas es derribado en la «franja aguacatera», principalmente para abrir nuevas huertas.
La superficie estimada de huertos es de 86,538 hectáreas, 84 por ciento del total nacional, según cifras de Jaime Navia Antezana, del Grupo Interdisciplinario de Tecnología Rural Apropiada (www.gira.org.mx).
El especialista contrasta: el aguacate ha sido una bendición para muchos, pero eso no puedo ocultar el desastre socioambiental que le da sustento.
En 2006, datos de la Comisión Michoacana del Aguacate (Coma) revelaban que esta industria producía más de 47 mil empleos directos, 70 mil empleos estacionales y 187 mil empleos indirectos permanentes. Los ingresos de ese año se calcularon en 8,141 millones de pesos. 75 por ciento de la producción la consume el mercado nacional (México es el primer consumidor mundial de aguacate), y 25 por ciento se exporta, principalmente a Estados Unidos. Las exportaciones del sector rebasan 400 millones dólares.
La trascendencia económica es evidente: «de 1989 a 2002, el promedio nacional de precios [de productos del] medio rural se redujo en términos reales en 46 por ciento», mientras «el valor de la producción nacional de aguacate creció 0.3 por ciento», destaca el Plan rector sistema nacional aguacate, elaborado por instituciones académicas, la Secretaría de Agricultura federal (Sagarpa) y el gobierno michoacano, en 2005.
Navia Antezana hace un recuento del lado no amable de este auge: de los 25 municipios de la franja, en once se concentra la mayor dinámica del sector. Allí «se ha perdido 30 por ciento de la cobertura forestal [a partir de 1990]»; de las huertas de esos municipios, «46 por ciento se ubican en terrenos que eran de bosque en 1990 y 54 por ciento en terrenos reconvertidos del uso agrícola».
Quienes han subsidiado este crecimiento anárquico son ejido y comunidades purépechas desorganizados. Ejidos sin manejo forestal han perdido la mitad de sus tierras desde 1990; vendieron la mayor parte de sus tierras de uso común a terceros y cuentan con estructuras de gobierno interno debilitadas. El proceso comenzó desde antes, con la venta de madera; las mafias de talamontes propiciaban ese desorden.
En cambio, los que supieron pasar a esquemas de manejo lograron fortalecer sus gobiernos internos, establecer de forma ordenada el desarrollo y estructuras internas y democráticas muy fuertes.
El experto señala tres momentos clave de políticas públicas que propiciaron el problema: la reforma al artículo 27 constitucional, que abrió la posibilidad de meter las tierras ejidales y comunales al mercado; la Ley Forestal de 1992, que «liberó» el transporte de la madera y generó «uno de los mayores índices de deforestación y de tala ilegal en todo México»; finalmente, la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que eliminó barreras a la exportación del aguacate. Todo eso «aumentó la presión sobre las tierras de bosque».
Navia Antezana pone en relieve que la enorme importancia de este cluster («concentración de empresas relacionadas entre sí, en una zona geográfica relativamente definida, de modo de conformar en sí misma un polo productivo especializado con ventajas competitivas», define la Wikipedia) obliga a mirar hacia las consecuencias políticas y sociales del cambio de uso de suelo en la región.
«Lo que sí parece evidente es que la industria del aguacate se ha convertido en uno más de los poderes fácticos en Michoacán; así lo evidencia su capacidad de establecer miles de hectáreas del fruto sin haber obtenido un solo permiso de cambio de uso de suelo –pues en Michoacán no se permiten desde hace más de veinte años- […] la impunidad de su actuación, a la vista de todos y ante la total displicencia de las autoridades; la apropiación de recursos como el agua que ya está afectando a terceros y, finalmente, la influencia desmedida que ejerce sobre las agencias del estado», resume en su artículo El aguacate, éxito económico y destrucción forestal.
Por si fuera poco, hay indicios de que el desorden puede revertirse contra sus propiciadores. Un análisis de la calidad de suelo y clima de la zona de expansión del aguacate, elaborado por el Instituto de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (Inifap), no sólo reconoce que 20 por ciento de las más de 86 mil ha de huertos se ubican sobre espacios originales de bosque, sino que la expansión desmedida se está dando sobre sitios menos favorables al aguacate por condición de suelos, agua, sombra y clima. 23 por ciento de esta superficie ya es considerada «en condiciones marginales» en cuanto a altitud; 24 por ciento en cuanto a clima, 24 por ciento para temperatura máxima y 40 por ciento para mínima, lo que de forma inevitable significa menor producción y negocio.
¿Quiere decir esto que se ha llegado al tope en la expansión de la frontera aguacatera? La realidad indica lo contrario, y no sólo en Michoacán. Jalisco se ha sumado de forma entusiasta a la fiebre del «oro verde».
La Secretaría de Desarrollo Rural (Seder) reconoce un irresistible crecimiento de huertas en la región sur; «en el año 2006 se tenían reportadas tanto de riego como de temporal una superficie de 1,574 hectáreas, de las cuales 768,13 se encontraban en producción, con un rendimiento promedio de 8,25 toneladas por hectárea […] para 2007, aumentó a 2,167 hectáreas, con una superficie en producción de 1,025.76 y un rendimiento de 9,95 toneladas por hectárea».
La junta local de sanidad de Zapotlán el Grande informa que «a la fecha se tienen anexadas a esta junta aproximadamente dos mil hectáreas, y sin afiliarse un promedio de 500 hectáreas más en desarrollo».
La Seder dice que no hay daño ambiental qué reportar, pues se están ocupando viejos terrenos de cultivo. Pero un paseo por los bosques del Nevado de Colima o por la sierra del Tigre no permite tanto optimismo: el patrón de las mafias michoacanas está en vías de reproducción.
La defensa de las comunidades
San Francisco Pichátaro es una comunidad indígena cercana al lago de Pátzcuaro que se ha tomado en serio el deber de resistir el boom aguacatero.
«El asunto del aguacate empezó a subir, aparte se metió el Procede [Programa de Certificación de Derechos Ejidales], y a todos los ejidos de la cuenca los partió, en lo que es tierra de uso común y de bosque […] todo mundo empezó a vender, muchísimo aguacate se está metiendo y se está acabando el bosque, el agua […] nosotros decidimos no permitirlo, Procede no pudo seguir para permitir la privatización de las tierras y hemos enfrentado a los invasores», explica el presidente de bienes comunales, Heriberto Rodríguez Silva.
«Tenemos esa presión fuertísima; estamos aguantando como área de contención, aquí no hay aguacate, pero nos están presionando, ¿cuánto quieren por sus tierras?; son hasta 100 mil pesos por una hectárea, y así quien no le va a entrar. Y para una huerta establecida el valor es de 700 mil hasta un millón de pesos».
– ¿Cuál es el daño que está generando el aguacate?
– Primero, un comunero normal no puede acceder a tener una huerta de aguacate, porque es muy costosa, entonces pueden entrar capitales de muy dudosa procedencia y le dicen, «véndeme la tierra y yo me encargo ahí de hacerlo»; entonces viene la división de las comunidades; en Tingambato por ejemplo, ya todos los indígenas son peones, perdieron todo, y nosotros aprendemos de esas experiencias […] aquí hubo una asamblea y no se permitió la entrada del Procede, y sin embargo, para delimitar las tierras, nos obligaron a que se hiciera el padrón de comuneros…».
Entonces, las instituciones agrarias han logrado penetrar, y como en otros negocios, suelen ser cabeza de playa para mover a comuneros a que vendan, añade el comisariado. Pichátaro también enfrenta, con muy poco respaldo gubernamental, a los madereros ilegales, muchos de los cuales traen acuerdos con los aguacateros para provocar incendios y saquear potreros que faciliten su cambio a huertas.
«Hay mafias armadas […] llegan de noche y se llevan la madera, no hay forma de enfrentarlos porque andan muy bien armados, es muy difícil; nosotros negociamos de comunidad a comunidad para que no vengan, pero siempre se nos brincan». Rodríguez Silva estima que la ausencia gubernamental obligará a que las comunidades se provean solas su seguridad, organizadas. Un eco de las autodefensas rurales, que en tiempos de violencia revolucionaria, tuvieron auge en muchos rincones del país, con todo y excesos.
Milagros michoacanos
El pasado 18 de noviembre, el presidente Felipe Calderón Hinojosa visitó Uruapan, para presidir la toma de protesta de la nueva mesa directiva de la Asociación de Productores Empacadores y Exportadores de Aguacates de Michoacán, y resaltar la gran prioridad para su gobierno de fortalecer la industria aguacatera en tiempos de crisis financiera mundial, dada la gran derrama económica que se genera.
De hecho, el fenómeno económico en torno al «oro verde» tiene rostros insospechados.
La Familia, agrupación criminal más extendida por Michoacán, entendió desde el principio el valor fabuloso de un negocio legal al alza y con bendición gubernamental. No solamente muchos narcotraficantes se presentan socialmente como «aguacateros» (y el cártel del Milenio también es conocido como «del Aguacate»), no sólo invierten en el sector para «blanquear» sus recursos ilícitos, sino que operan vendiendo protección.
La Familia trabaja en 87 de los 113 municipios de Michoacán, y controla cabarets, negocios de máquinas tragamonedas, la piratería, gran parte de más de dos mil puntos de venta de droga, cientos de aserraderos ilegales (se estima hay unos tres mil), venta de armas, presidencias municipales (nombran a los jefes de la policía y tesoreros). La protección a los negocios establecidos es obligatoria; los aguacateros, si no son parte de la mafia, pagan de 2,500 a 25 mil dólares de cuota. Sólo algunas comunidades indígenas resisten. Hoy se habla de la irrupción del grupo criminal rival del cártel michoacano: Los Zetas, que también van por el negocio de protección de otros ilegales, como los talamontes.
Un oasis entre esos espacios de ingobernabilidad lo forma la comunidad indígena Nuevo San Juan Parangaricutiro, cerca de Uruapan. Su historia pudo ser tan desastrosa como otros vecinos purépechas, pero los aborígenes han levantado uno de los negocios agrícolas y forestales de régimen comunal más impresionantes del país.
«Dicen que nosotros somos indígenas mejorados», señala irónico Daniel Aguilar Saldaña, director técnico de las empresas comunitarias.
Añade: «Lo que pasa es que lo que aquí la comunidad ha hecho que esto funcione y que todo esto siga adelante; es por la unión que se tiene […] muchas comunidades que nos visitan son más ricas en bosque que nosotros, pero lo que no funciona es que no se ponen de acuerdo, que haya grupos de choque, grupos de esto y esto, y la gente de fuera, que se mete para ganarles…».
Hay una democracia interna sólida y viva. La envidia es un tema que se ha aprendido a procesar. La competencia por los cargos es fuerte, pero siempre es calificada en términos de calidad.
– ¿El fortalecimiento de una democracia interna ha sido la clave?, eligen todos, todos discuten, todos tienen derechos y los ejercen…
«Así es», contesta convencido. «Tan lo es, que desde 1983, en que comenzó la historia de las empresas, cada primer domingo de mes se hace asamblea con los comuneros, y no se ha interrumpido nunca una junta; la asamblea pide cuentas de todo, exige que se le diga qué pasa, y la gente responsable tiene qué responder […] si nosotros [como directivos] queremos que se haga un proyecto y la asamblea dice que no, no se hace, ellos mandan».
El control del bosque y sus recursos es total. Poseen huertos de aguacate, aserradero, mueblería, almacén de resina, desarrollo ecoturístico y hasta una estación de televisión por cable. Los incendios son mínimos y el saqueo de madera casi nulo. Las empresas comunales generan 800 empleos directos en la zona, son el principal empleador regional.
Y todo esto, en medio de la fiebre del «oro verde», que amenaza con reventar la riqueza de los bosques michoacanos, las montañas sagradas de la raza purépecha guiada por el dios Tirepeme Curicaueri, y de la república de los indios evangelizados por la dulce férula de Tata Vasco de Quiroga.
Michoacán no es Sicilia, pero cada día se le parece más. Michoacán no es Nuevo San Juan, pero algunos quieren reproducir su milagro.