Sólo una cerca y un montón de tierra separan a los habitantes de La Azucena del río contaminado. Foto: Tonatiuh Figueroa
Vanesa Robles – PÚBLICO
Después del niño intoxicado enrejan el río. Así lucen las cosas en el fraccionamiento Bonito Jalisco, en la comunidad La Azucena, de El Salto; si antes los habitantes no podían ver la contaminación del río Santiago porque los constructores lo ocultaron tras un monte de tierra, ahora menos, una reja separa al caserío del torrente.
El niño muerto se llamaba Miguel Ángel López Rocha y tenía ocho años de edad. Murió intoxicado por arsénico, aunque las autoridades juran que murió al tragar aguas negras domésticas. La cruz que los vecinos levantaron a la orilla del Santiago, junto a unos sauces llorones, fue enterrada por un montículo de tierra.
En La Azucena, parece que también quedó enterrada la memoria. Los primeros días de marzo pasado, un poco después de la muerte de Miguel Ángel, en la colonia abundaban los letreros de protesta y las invitaciones a juntas vecinales para protestar por la contaminación. Incluso, los habitantes amenazaron con suspender los pagos de sus créditos a 30 años, por unas viviendas de menos de 30 metros cuadrados.
“Todo se calmó”, dice con resentimiento María del Carmen Rocha, la madre de Miguel Ángel.
Entre ese “todo” está su propio drama. Las demandas a las dependencias federales por la muerte de su hijo no han avanzado. La despensa que le ofrecieron las autoridades de El Salto durante la agonía de Miguel Ángel se suspendió sin más. La Secretaría de Salud Jalisco no ha dado a conocer los exámenes que hizo a los niños del barrio, con el fin de saber si alguno de ellos aloja en su cuerpo cantidades importantes de metales pesados.
María del Carmen y su esposo, Raúl Mendoza, decidieron no aceptar un peso de las autoridades después la muerte de Miguel Ángel. Menos, cuando comenzaron a correr las versiones, elaboradas por el gobierno del estado y desmentidas después por éste, de que el niño había sido violado y maltratado por su familia.
Sin embargo la tumba de Miguel Ángel se quedó sin cripta porque la familia no tenía para mandarla hacer y, ante la próxima temporada de lluvias, María del Carmen y Raúl decidieron aceptar el trabajo de un par de albañiles municipales que les había ofrecido el día de los funerales el alcalde de El Salto, Joel González. Apenas tres meses más tarde, la respuesta fue: “Los albañiles no tienen tiempo. Están muy ocupados”.
Y la constructora HIR volvió a hacer confianza. El viernes, estaban destapadas todas las bocas de registro de la calle Azucenas Poniente, hambrientas de niños distraídos. Más adelante, cerca del río, había dos o tres pozos artesanos a cielo abierto, con agua filtrada del oficialmente muy contaminado Santiago. “La usamos para llenar las pipas y regar las áreas verdes”, dijo un trabajador de la inmobiliaria.
Una vecina de la calle Guamuchil narró que desde la muerte de Miguel Ángel, la mayoría de los padres de familia no permite que sus hijos salgan a la calle —lo cual los condena a permanecer en una casa de duendes—, pero algunos se escapan y juegan cerca de las alcantarillas abiertas y de los pozos.
María del Carmen tampoco deja salir a sus tres hijos menores. La diferencia es que ella no olvida por qué. El recordatorio lo colgó de una de las paredes de su casa: una foto de un Miguel Ángel sonriente en uniforme escolar con la leyenda: “Siempre te recordaré”.
Ella preferiría que sus vecinos y el resto de los habitantes de Guadalajara hicieran lo mismo: “Que sigan acordándose de mi hijo y luchen. ¿Por qué? Porque tienen hijos. Y ahora fue el mío, mañana quién sabe”